G. había sido predicador en varias iglesias. Todas cristianas, hasta
donde sé. Las cosas le iban bien, por lo general, pero solo hasta que alguien
de la congregación moría y G. debía encargarse del discurso fúnebre o de alguna
forma se refería a dicha muerte en el sermón dominical. Y es que la muerte le
molestaba. Lo indignaba, incluso. Se le notaba en la voz, en el ritmo y en las
palabras que terminaba diciendo. No aceptaba, digamos, que había que morir. O
le molestaba no comprender el porqué, pienso ahora. Entonces el discurso se
transformaba en un reclamo. Uno que se hacía incluso a Dios o a quién fuese que
se le había ocurrido inventar aquello. Aquello era la muerte, por supuesto. Eso
que llegaba antes que comprendiéramos del todo, según él. Nadie debiese
morir antes de que comprendamos para qué, decía G. Recalcaba el para qué.
Luego se enojaba más y a veces se le escapaba alguna palabrota. Entonces, los
fieles se sorprendían y lo comentaban con algún superior. Luego, G. cambiaba de
congregación, o incluso de iglesia, dependiendo del reclamo. Cuando esto
ocurría, no se sabía de él por un tiempo. Después, por supuesto, se repetía el
ciclo. Yo lo escuché un par de veces, por cierto, por eso lo contabilizo como
una experiencia. Una buena experiencia, por cierto.
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