En ese entonces muchos hablaban de un cura de
parroquia, en Chiloé.
Un hombre ya mayor que empinaba bastante el codo y que
de vez en cuando olvidaba las oraciones.
Fui a verlo un día, para una misa que daba entre
semanas, en una iglesia de Cucao.
Éramos pocos en la iglesia cuando la misa comenzó.
Cuando terminó, por cierto, éramos menos todavía.
En el intertanto pude comprobar que era cierto lo
que decían de él.
Tenía los labios algo azules, por el vino, y cambió
fragmentos de algunas oraciones.
En su sermón habló sobre la presencia de niños en
la iglesia.
Entre otras cosas dijo que era ridículo y prácticamente
un pecado que llevasen a los niños a buscar a Dios dentro de una iglesia.
Una familia que había ido con niños se retiró,
mientras él hablaba.
A mí, por otro lado, me cayó bien el cura.
Además su sermón, aunque costaba seguirlo, apuntaba
a dejar los niños libres, cerca de Dios, fuera de la iglesia.
Me llamó al final de la misa y me ofreció comer
algo.
Nos sentamos en la entrada, de espaldas a la
iglesia, mirando un sitio en el que habían puesto unos arcos y usaban a veces
como cancha.
En el lugar había dos caballos.
Mientras comimos unas tortillas con pebre y
bebíamos un vino él comentaba que siempre que hacía misa no podía evitar fijarse
en algo que estaba fuera.
En este caso habían sido los caballos.
Pensaba que esos caballos no nos necesitan,
me dijo.
No nos necesitan para ser caballos.
Yo asentí.
Comenzó a chispear entonces, pero no hacía frío,
así que tomamos una última botella antes de separarnos.
Cómo me vio cargando la mochila me dijo que podía
quedarme en la iglesia, pero yo insistí en que debía llegar a otro sitio.
Me despedí de él y de los caballos y el cura fue
hasta una pensión, donde se quedaba.
Yo caminé bajo una lluvia que se mantuvo suave,
mientras oscurecía.
Calculé que fácilmente podía caminar un par de
horas, con la mochila, sin necesidad de descansar.
Creo que esa fue la última vez, en que asistí a
misa, en una iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario