Conseguimos quedarnos en un lugar que alguna vez
fue un colegio. Gran parte del edificio estaba dañado y sin techo, pero logramos
encontrar un par de salas que servirían para aguantar unos días. La tormenta
había comenzado hacía dos noches y se esperaba que durase al menos hasta cuatro
o cinco días más. Teníamos poca comida, pero calculamos que podía alcanzarnos
hasta que terminasen las lluvias, aunque lo ideal era arrancarse un par de
horas hasta un negocio que habíamos visto en la carreta y comprar alguna otra
provisión. Buscando restos de madera, para encender el fuego, encontramos
ratones que se alejaban rápidamente de nosotros. También encontramos una
especie de bodega tras forzar una puerta, donde estaban apiladas varias cajas
que contenían cuadernillos, llenos de tierra, que prácticamente se desarmaban
al tocarlos. Mientras los encendíamos, horas después, nos dimos cuenta que
todos eran cuadernos de caligrafía. Si intentábamos hojearlos podían verse los
trazos escritos de forma ordenada y tratando de seguir un patrón. A veces los
patrones solo repetían letras, o sílabas, pero también encontramos algunas
frases. Durante los días que estuvimos ahí mantuvimos el fuego casi todo el
tiempo. Quemamos madera y arrojábamos de vez en cuando los cuadernos de
caligrafía, para avivar las llamas. Cuando la tormenta terminó nos alistamos
para partir. Mientras decidíamos dónde ir me fijé que quedaba un último
cuaderno de caligrafía. Pensé en llevármelo, como recuerdo, pero al final no lo
hice. Y es que me pareció un recuerdo triste, aquel cuaderno. No por los días
que estuvimos ahí, sino por el origen mismo del cuaderno. Por lo que pudo
significar en un inicio. O tal vez porque nunca tuvo un real significado.
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