Veo una entrevista a un astronauta que nunca fue al
espacio. En ella el hombre, ya mayor, habla de sus cuarenta años trabajando en
la agencia y de la forma en que apoyó el trabajo a pesar de no ser nunca
seleccionado, finalmente, para integrar alguna misión espacial. A varios nos
ocurrió de esta forma, dice en la entrevista, mientras enseña fotografías de
juventud con astronautas “de primer orden”, con quienes compartió por muchos
años. Todavía hablo con algunos, de vez en cuando, relata. La mayoría
de ellos cambió luego de regresar del espacio. Su forma de ser, de mirarnos a
los otros. Yo en cambio siento que no cambié y es raro. Tal vez sea bueno,
incluso, de cierta forma. La entrevistadora entonces comienza a hacer
preguntas sobre su vida familiar. El hombre estuvo casado siete años con una
ingeniera de la agencia. Tuvieron una hija, que ahora es enfermera y a quien ve
un par de veces al año. No tiene nietos y al parecer ya no tendrá, pues comenta
que su hija tomó esa decisión en los últimos años. De todas formas, está
bien así, señala. Calculo que me quedan unos quince años de vida y haber
tenido un sueño así de grande por tanto tiempo, aunque no se haya cumplido, ha liberado
un espacio que es tierra fértil para crezcan otras cosas. ¿Qué cosas?, pregunta
entonces la entrevistadora. Pero el hombre sonríe y no contesta.
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