A veces por las tardes lo veíamos pasar. Supongo
que venía del trabajo. Al verlo nos reíamos un rato. Éramos crueles, tal vez.
No recuerdo. Lo llamábamos “el ahogado”. No sé de donde sacamos la idea. Es
como un cuerpo devuelto a la orilla, pudimos haber dicho. Éramos
poéticamente crueles, posiblemente. No recuerdo bien. Así era el ahogado. Cargaba
un maletín como si se le hubiesen enredado algas en un brazo. Sin mayor expresión
avanzaba por la calle. Vivía en una casa esquina. O más bien: el agua de la
tarde arrastraba su cuerpo hasta esa casa esquina. Y es que eso proyectaba
aquel hombre. Su forma de caminar, sobre todo. Como si su cuerpo hubiese absorbido
agua y cargara ahora con mayor peso. Eso decía un amigo, al menos, mientras lo
imitaba. Un ahogado debe pesar más, señalaba, dando unos pasos. Y claro,
nosotros reíamos. Supongo que éramos crueles. No sé bien. Entonces, volvíamos a
mirar al verdadero ahogado y nos quedábamos atentos. Absortos casi,
contemplándolo. Como si esperásemos que al abrir la boca fuese a botar una
estrella de mar, o pudiésemos ver de pronto un pequeño crustáceo corriendo por
sus hombros. Yo imaginaba eso, al menos, mientras lo veía. Los demás no sé. Probablemente
éramos crueles, sin saberlo. Mejor no saberlo, incluso. Luego pasó el tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario