Decía que alguien lo anestesiaba. Alegaba y
levantaba la voz diciendo eso, mientras pedía que alguien se lo recordara, si
es que lo obligaban a olvidarlo. Pensamos que estaba loco, por supuesto, pero
luego pregunté por su caso y al parecer era cierto. O al menos en parte, era
cierto. Era cuarta o quinta vez que iba hasta el lugar, pero en esta
oportunidad contó que logró despertar mientras lo estaban sedando. Luchó y
forcejeó y al parecer solo lo anestesiaron a medias. Cuando mostró donde había
sentido el pinchazo -porque lo anestesiaban por medio de una jeringa, al
parecer-, la enfermera encontró un trozo de aguja, que se habría quebrado, si
la historia era cierta, durante el forcejeo. Entonces analizaron la jeringa y
le tomaron exámenes de sangre. Arrojó una sustancia que efectivamente era
anestésica. Tan fuerte en su efecto que no hubiese servido como tipo de droga, como
algunos sospechaban. Un carabinero que hacía guardia en el hospital le tomó
declaración, un par de días después, cuando fue a pedir el resultado detallado
de los exámenes. El carabinero anotó su nombre, sus datos y hasta escribió el código
correspondiente a situación de calle.
El hombre no tenía un acusado concreto, aunque sospechaba de varios. No me quieren fuerte, decía. Fuerte sé cosas que después olvido. Fuerte
sé quién soy. El carabinero intentó transcribir lo que el hombre le decía,
pero al final optó por una interpretación propia. Luego, pensó que esa razón no
tendría cabida en la comisaría y se burlarían de él por haber perdido el tiempo
con ese tipo. Otra vez entrevistando
locos, le dirían. Y tal vez sumaría una nueva amonestación. Como no quería
eso luego que el hombre se fuera, tomó la hoja de la declaración y la sacó de
la carpeta. Luego la rompió en pedazos pequeños y la botó en un basurero que
casi siempre estaba vacío. En el peor de
los casos, no es tan grave, se dijo. A
cada rato lo anestesian a uno. Y uno aguanta. Así es la cosa.
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