Quería ser Ulises así que hui de mi hogar. Veinte
años quería andar fuera, pero la policía me envió de regreso antes que pudiese
extrañar siquiera. Entonces busqué en la historia original –no en la versión
escolar que había leído-, y llegué a la conclusión que antes de irme tenía que
ofender a un Dios. Pensé que me sería difícil llegar a hacerlo, pero descubrí
que era fácil maldecirlo. Busqué razones para odiarlo y descubrí que había
muchas. Entonces, lo ofendí de tal forma que hasta me produjo dolor. Dolor de desamparo,
digamos. Dolor porque descubrí que realmente podía ser justo el despreciarlo.
Eso ocurrió y yo partí. Era pequeño cuando partí. Llevaba una mochila con
algunas ropas, una botella con agua y el libro de Ulises. Dormí en una playa
durante dos semanas, junto a algunos botes. Ahí, me hice amigo de un viejo que
había leído el libro y me dijo que estaba mal. Que no había comprendido que el
tiempo solo empieza a correr cuando quieres regresar. Yo lo pensé y volví a
leer el libro y descubrí que era cierto. Aunque de cierta forma el querer perderme,
para mí, podía ser el querer regresar, para Ulises. Puede ser, me dijo el viejo, pero
no tienes Ítaca. Y ya sea para
alejarte o para regresar, debes tener una. Completé el mes fuera de casa,
pero desde aquella conversación sabía que regresaría. Y claro, también supe que
no había logrado ofender a Dios de forma alguna. Todo fue indiferencia, digamos,
incluso en mi propia casa. Pensaron que había viajado al norte con un primo, y
solo me retaron por no llamar. Hoy, a veinte años de aquello, solo puedo decir que
nunca volví a ver al viejo ni a leer La
odisea. Respecto a Ítaca –a mi propia Ítaca-, debo confesar con vergüenza, que sigo aún sin encontrarla.
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