Aguantábamos la respiración hasta convertirnos en
una cosa. Lo hacíamos como juego, claro, sin pensar en las consecuencias. Por
lo general lo conseguíamos tras tres o cuatro minutos. Entonces nos desvanecíamos
y minutos después –algo mareados todavía-, volvíamos de a poco a ser los de siempre
y comentábamos lo ocurrido. En lo personal no recuerdo grandes
transformaciones. Por ejemplo me refiero a que una vez me convertí en un vaso, otra
en un llavero o en un cenicero. Y es que uno no elegía en qué se iba a
transformar. Solo dejabas de ser tú y de pronto tenías la leve consciencia de
ser otra cosa. Un objeto cercano, por lo general, aunque de vez en cuando
ocurrían excepciones. Constanza, por ejemplo, solía transformarse en objetos lejanos.
Un quitasol bajo el sol, la montura de un caballo que iba por la montaña o la
rueda de repuesto de un jeep que viajaba cerca de un bosque. Y claro, eso fue
en parte el origen de algunas desavenencias entre nosotros pues algunos
comenzaron a competir respecto a la espectacularidad de sus transformaciones.
Miguel contó que se transformó en la pistola de un asaltante, Álvaro en una pieza
de una nave espacial, y recuerdo que Antonia nos contó que se transformó en una
estrella de mar disecada. Yo debo haber inventado algunas transformaciones,
pero lo cierto es que no las recuerdo ahora. Además que luego de lo que ocurrió
con Francisca nos prohibieron hablar del tema y hasta nos hicieron dudar de
nuestras propias experiencias. A veces cuando tomo objetos pienso que puede
tratarse de ella por lo que suelo ser muy cuidadoso. Si se transformó en un
objeto frágil, por ejemplo, puede romperse en cualquier momento, y ahí sí que
la muerte sería irremediable. Y supongo que ninguno de nosotros quiere eso.
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