Ella decía que se equivocó de santo. Que hizo las
peticiones cambiadas. Yo la escuché decirlo y con esa frase bastaba. Me refiero
a que hubiese podido crear, con esa frase, una breve historia de equívocos y
hasta intentar ser un poco chistoso. Pero ocurrió que verdaderamente ella creía
que se había equivocado de santo. Y ocurrió que su madre murió de cáncer y su
tío recuperó su amor perdido. Si el dolor hubiese sido menor ella hubiese
podido pensar algo más o menos simpático. Por ejemplo, que alguien nos castiga
por despistados. Pero como su dolor fue inmenso y el dolor suele redirigir
nuestros pensamientos, llegó a la conclusión que en ella misma existía un deseo
oscuro de llevar a la fe a lugares más bien oscuros, y atentar contra ella. Y
claro, por lo mismo, ella creía que debía ser castigada. Fue entonces que, buscando
castigo, ella buscó también en la vida de santos y optó por el retiro. Por la
renuncia, más bien, a modo de expiación y sacrificio. Varios días pasó ella
entonces pensando a qué renunciar. Que era aquello que más amaba y que podía
entregar a cambio de su falta. Lamentablemente, tras buscar, descubrió que no
tenía a qué renunciar. Ni hijos, ni familia, ni dinero, ni siquiera un trabajo
o una vida, en general, que la hubiese tenido satisfecha. Fue entonces que nos
encontramos y me contó lo que le había sucedido. No solo me equivoque de santo, me dijo esa vez. Me equivoqué de Dios. Equivoqué la
esperanza. Me equivoqué de vida.
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