Me dijo su nombre, pero no le creí. La observé bien cuando lo dijo y yo creí tener
razones. Señales, más bien. Tono de voz. Miradas. Movimientos. Ese tipo de señales.
Entonces le pedí alguna identificación. Algo que corroborara su versión. Ella
abrió un bolso y encontró algunas cosas. Carnet. Unas cartas. Más papeles. Todo estaba bien
en ellos. Parecía estarlo, me refiero. Pero claro, ella seguía nerviosa y yo no soy estúpido. Rompí entonces sus papeles. Presioné un
poco. Ella resistía bien. Repetía la misma historia y me obligaba a realizar un
interrogatorio más firme. Pasaron horas. Luego días. Tres días, para ser
exacto. Solo al quemar su piel reconoció por primera vez que había mentido. No
fue específica porque se desmayó igualmente, pero al menos ya había confesado. Solo
en parte digamos, pero algo había confesado. Me afectó verla en ese estado. Entonces
intenté ser más blando, pero volvió a mentir. Dijo que admitió haber mentido
por el dolor. Que admitió haber mentido, pero que no era cierto. No le creí, por supuesto. Además su explicación resultaba contradictoria. Equivoqué la estrategia al ser más
blando, por supuesto. Volví entonces a utilizar medidas extremas. Revisé un
manual, incluso, con técnicas efectivas. Solo quería un nombre, no entendía por
qué resistía de esa forma. Se lo dije varias veces. Ya sé quién eres, le dije. Ahora
quiero un nombre. Una palabra servía. Se lo supliqué casi. Una verdad
mínima, quería. Algo en que poder creer, para dar el primer paso. No ocurrió
esto finalmente. Lamentablemente no ocurrió. No es algo de lo que alguien deba
enorgullecerse. Ocurrió de esa forma, simplemente. Pasó lo que tenía que pasar,
como decían antaño. Yo solo quería una verdad mínima. Esa es toda la historia.
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