Un alumno me dice que está cansado porque soñó que
era el coyote. El personaje aquel del coyote y el correcaminos. Está apoyado
sobre su mesa, a punto de quedarse dormido aunque con una expresión algo
incómoda, como si realmente tratase de permanecer atento y no pudiera. El problema es que despierto adolorido,
me dice. Cansado y adolorido.
Entonces me explica que sus sueños además son extensos. Con múltiples eventos y
situaciones que destrozarían a cualquiera. Lo
peor es eso, profe, me dice. Correr
sabiendo que es inútil. Intentarlo una y otra vez conociendo el final de
antemano. La roca que me aplasta, caer en las espinas, ser atropellado por un tren,
rodar por un precipicio... Y eso que
solo nombro algunas desgracias. Lo
peor es eso, profe, repite. Pasar por
todo eso, me refiero, y no morir después de aquello. Ni siquiera despertar, incluso,
porque el sueño además parece eterno. Y es que puede parecer exagerado, pero como
coyote estoy seguro que estoy pagando los pecados de alguien, profe. De todos
mis compañeros, yo creo. Pero claro,
la vida no es justa, concluye, y
ahora soy yo el que quedo mal, pues no he podido trabajar por sacrificarme por
todos ellos. Yo me quedo entonces en silencio por un momento, mientras
observo su aspecto cansado y su cuaderno en blanco tras ochenta minutos en la
sala. Bip, Bip, le digo finalmente, mientras anoto en mi registro su falta y
voy hasta otro puesto, a revisar los avances.
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