Tenía tanta hambre que veía, frente a sí, la hoja
en blanco como un plato. Él lo dice varias veces y acompaña las palabras con
algunas descripciones que parecen convertir aquello en una situación chistosa. Así,
él cuenta que en vez de escribir, comenzó a hacer dibujos en la hoja. Dibujos
de comida, claro está, como si de esa forma estuviera sirviéndose algo de comer
en aquel plato. Entonces, un poco confundido y otro poco simplemente para
saciar el hambre, cuenta que arrancó pequeños trozos de la hoja y fue
masticándolos de a poco. Lentamente, sabiendo en parte que eran papel, pero también
sabiendo que masticar papel, tela o incluso trozos madera, también le había
calmado el hambre por unos minutos, en situaciones como esa. Lo que llama la
atención es que asegura, que en esa oportunidad, él creyó sentir en los trozos
de papel el sabor de aquello que había dibujado. Granos de arroz. Trozos
pequeños de carne. Arvejas. Y que guardó entonces el papel como algo mágico,
olvidando por completo la idea de escribir algo e intentar venderlo, como hacía
habitualmente. De hecho, él cuenta que repitió la acción unos días hasta que,
temeroso de perder la razón, se decidió a pedir ayuda en un hospital del lugar,
que lo recibió un par de días y donde tuvo la suerte que un enfermero lo contratara para que le pintase la casa,
solucionando en parte su problema económico inmediato. Todo esto aparece
relatado, por cierto, en una antología de relatos humorísticos de una editorial
de renombre, que omitiré nombrar.
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