Se desesperan porque no saben.
Ríen y se desesperan pues es lo único cierto. Un juego en medio de la absoluta
falta de certezas. Un juego como una mancha
en medio de la nada. Ellos desesperan. Todo se entiende si hacemos las
conversiones adecuadas. Si una emoción es una certeza, por ejemplo. Por
eso la desesperación es también una certeza. De ahí que el juego consista en
eso. En hacerse consciente de esa nada. En mirar el abismo y desesperar. Y en
desesperar y reír, en última instancia. Yo los he visto. Yo los he escuchado
buscar esa desesperación. Miran imágenes. Comparan evidencias. Se hacen
preguntas unos a otros. Por eso ellos desesperan. Porque no saben, me refiero.
Porque no hay nexos entre las imágenes. Porque no hay sentido. Porque aquello es el
último grito de la carne exigiendo algo al espíritu. Ellos desesperan. Me gusta
verlos cuando desesperan. Y es que parecen vivos, entonces. Me gusta verlos
temblar ante el espejo. Doblarse y gemir tras el abandono del que aman. Temblar
cuando intentan sacar esa mancha de las ropas. Desesperar porque saben, en el
fondo, que esa mancha es lo único cierto en medio del espectáculo. Me gusta
oírlos gritar cuando se abrochan los zapatos. Cuando cambian la hora en los
relojes. O cuando repiten su nombre en voz alta. Me da esperanza su desesperación, en definitiva. Y es que aquí la
historia viene desde un principio con el desenlace escrito. Al final el sol se
apaga y nada tiene sentido, dice aquella historia. Una bella y simple historia,
digamos. Pero las uñas se entierran en la carne.
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