Invitas al vecino. Confiada lo invitas porque en el
fondo piensas que no irá y eso tranquiliza. Se lo dices como siempre. Mientras
riegas, tal vez, se lo dices. Hasta agregas un horario. Lo invitas en resumen,
como tantas otras veces. Extrañamente, esta vez, algo parece ir mal con la
invitación. Entonces, el vecino pide detalles y te advierte de unos jóvenes que
ha visto los últimos días. Uno anda con un gato rojizo. Lo hablarán esta noche,
te dice. Tú asientes. Lo cierto es que te
importa una mierda hablar y piensas cómo deshace la invitación, pero asientes. Así,
tras darle vueltas, decides no abrirle esta noche, si es que viene. Apagarás
las luces. Guardarás silencio. Fingirás que no estás. Ya vendrá tiempo después
para inventar una excusa. Una emergencia familiar. La muerte de un amigo de
infancia. Ya verás que dices, pero ahora al menos decides guardar tiempo. Tú me
entiendas, me dijo. Con eso basta. Así, de una cosa en otra ocurrió que de
pronto llegó la noche. Escuchas llamar
fuera, pero no te asomas. Todo está apagado mientras llaman. Por último, en
cuclillas, a un costado de la puerta, te preguntas de donde salió ese gato
rojizo que está a un costado. Nada más, prácticamente, alcanzas a preguntarte.
Nunca más, te dice, invitar al vecino.
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