Cada vez que se pierde el gato ella se enoja y me
acusa diciendo que lo he matado.
Entonces, ella enumera situaciones donde yo
supuestamente demostré rabia y dejé al descubierto mis impulsos criminales.
Y claro, cuando dice esto sus nervios la desbordan.
Grita, revisa el filo de los cuchillos y hasta
lanza cosas.
Las últimas veces, incluso, ha intentado golpearme.
Yo trato de hacerla entender, por supuesto, pero
ella parece convencida.
Amenaza con denuncias, me exige explicaciones y por
último sufre porque no me muestro arrepentido.
Y claro, generalmente el día se acaba así, con ella
llorando sobre la cama y yo esperando a que se duerma para salir de noche y
buscar al gato.
Mis nervios no se desbordan.
Y es que casi siempre lo encuentro en la casa de un
vecino que tiene también un par de gatos.
Toco el timbre, le pregunto, y la mayoría de las veces
me lo entrega en brazos.
Entonces yo regreso a casa y lo dejo al interior,
para que ella lo vea en la mañana.
Así, finalmente, ella lo ve y todo se tranquiliza
hasta que la historia se repite.
Por lo mismo, varios amigos me preguntan por qué
sigo con todo esto.
Y claro, yo los escucho y me sonrío y les digo que
lo hago por el gato.
Juro por este blog, por cierto, que no les miento.
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