No necesitaba más que el buzón de la esquina. Uno
de metal, muy antiguo, que estaba ahí desde por lo menos treinta años. Llevar
una carta, de hecho, y meterla por la ranura, era como alimentar una hermosa y
distinguida rana de metal. O al menos yo lo imaginaba de esa forma. Así,
buscaba excusas para enviar cartas a las personas más inverosímiles,
desconocidos muchas veces a quienes escribía para contarles algo simple, nada
más: ¿Sabe usted que su código postal se
lee igual en ambas direcciones? ¿Me deja contarle un resumen de Luz de Agosto…?
¿Se sabe el chiste del cocodrilo que andaba con muletas…? Cosas de ese
estilo. Supongo que era algo así como buscar lectores. Trabajo personalizado,
claro, pero se trataba de conseguir lectores al fin y al cabo. Además estaba el
asunto ese del buzón-rana-distinguida que se encontraba cada vez peor
alimentado. Mis cartas sonaban siempre al chocar en el fondo, y lo cierto es
que nunca vi a nadie más meter una carta dentro de él. Por esto, supongo, fue
que comenzaron a espaciarse los retiros de cartas. Dos semanas en un principio
y luego ya solo venían una vez al mes. Si
su carta apremia, decía una circular adosada, le rogamos llevar su correspondencia hasta la sucursal más cercana.
Aunque claro, yo no hacía eso… y dudo que alguien más utilizara el servicio de
correos, en ese sector. Pasó entonces el tiempo hasta que un día me encontré
con una nueva circular que anunciaba el retiro definitivo del buzón. Y claro,
fue entonces que el buzón-rana-distinguida me exigió silenciosamente una carta
de despedida. La escribí y la eché al buzón, días después incluso que lo
hubiesen clausurado. Un par de semanas después vinieron a quitarlo. Rompieron
la vereda, lo sacaron y lo echaron a un camión. Mi última carta iba dentro.
Nunca escribí otra.
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