Alguien debe haberla bajado y puesto ahí. Antes
estaba en la montaña. Justo en la cima, como una especie de freno para aquel
que subía y que, gracias a ella, era impulsado a bajar nuevamente.
Ahora en cambio la piedra estaba ahí, a un costado
de la calle. La rodeaba un grupo de gente sin saber qué ocurría. Yo, que vi sus
rostros, y reconocí la piedra, lo supe de inmediato.
-No se preocupen, -les dije-, no es tan mala la
tristeza y hasta limpia un poco…
-¿Quién es este saco de huea…? –se preguntaban
algunos.
-¿De qué mierda está hablando? –decían otros.
Yo los dejé hablar, simplemente, y me acerqué hasta
el lugar, y recogí la piedra.
Comprobé que fuera ella, eso sí, para salir de
dudas.
Así, durante algunos días, la fui dejando en
diferentes partes, observando minuciosamente la reacción de las personas que se
fijaban en ella.
Comprobé entonces que se trataba, sin duda, de
aquella piedra.
Y claro, la llevé a casa.
Debo reconocer que de vez en cuando la miraba,
aunque la mayor parte del tiempo permanece en una caja, en medio de la
biblioteca.
Con todo, me he percatado que cambia de color,
levemente, según los libros que le quedan cerca.
Cerca de Chejov, por ejemplo, adquiere tonos
turquesa.
De ahí que mirarla, hoy por hoy, hasta me llene de
una especie de alegría, al descubrir esos matices.
Tal vez un día, entre mis manos, adquiera también
un color, que me satisfaga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario