A veces vivo en un cuarto que está un poco más
abajo que el nivel de la calle. Lo arrendé para escribir una novela, pero
finalmente es el único lugar en el que no escribo absolutamente nada. Simplemente
me siento ahí y escucho. Entre el cuarto y la calle hay una especie de pasillo.
A ratos salgo ahí y respiro hondo. Nadie salvo yo, por cierto, va a ese lugar. Y es que me gusta imaginar que es algo así
como un templo. Un templo oscuro, por supuesto. De hecho, cuando arrendé ese
lugar me advirtieron que era lóbrego.
Esa fue la palabra que dijeron, según recuerdo. Pero claro, todo es cuestión de
perspectiva. Por ejemplo, en un costado del cuarto hay una ventana. Viéndola de
frente solo se distingue un muro y el borde de la calle. Sin embargo, si uno se
inclina un poco, puede observarse un árbol. Ahora bien, ante esa situación –y ante
el temor de que ese sitio se convirtiese en algo demasiado oscuro-, puse un
colchón en el piso, muy cerca de la ventana. Así, desde cierta posición uno
puede imaginar que tiene un bonsái justo en el marco de la ventana. Y claro, no
es tan dañino dormirse con esa imagen. Además, como un poste de luz está justo
sobre el árbol, este se ve iluminado, como si fuese luna. Una luna distinta, es
cierto, pero está bien.
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