Trabajé un mes armando muebles chinos.
De esos que vienen en cajas y donde cada pieza
responde a un código.
Como te pagaban por mueble armado ganaba apenas una
mierda.
Tres veladores y un escritorio me alcanzaban recién
para el almuerzo.
Los que hacía en la tarde se transformaban en
cerveza.
No era tan complejo, es cierto, pero yo era torpe.
Todavía soy torpe.
También teníamos un supervisor que nos veía
trabajar
Él también ganaba comisión, así que de vez en
cuando se lo tomaba en serio.
Fue como en mi tercera semana cuando llegó un
camión naranjo directo desde el puerto.
Traía una partida de muebles chinos aparentemente a
mejor precio.
Tenían un pequeño detalle, pero no era serio,
dijeron.
Finalmente, resultó que los muebles esos venían sin
instrucciones y tampoco traían el dibujo del modelo que debíamos armar.
Comenzó entonces el problema.
Los seis que trabajábamos ahí terminamos creando un
mueble distinto.
Aunque claro, a todos nos sobraron piezas.
Yo, por ejemplo, hice un mueble de libros y me
sobraron seis.
Pero ya nadie compra muebles de libros.
Tampoco libros.
Ya fuera del trabajo me enteré que los muebles sin
instrucciones resultaron ser escritorios para niños.
Nadie siguió trabajando ahí.
Nadie armó nunca uno de esos.