Cierro los ojos para apagar el mundo. Un rato, por
lo menos. Voy en el metro. Me sostiene la multitud. Hago lo posible por no
pensar en nada. Intento apagar el mundo. Llevo un libro de la Jelinek pegado
al cuerpo, para no molestar a nadie. Cuento para regular mi propia respiración.
No quiero odiar al mundo, por eso prefiero apagarlo. No escuchar conversaciones.
No ver rostros reunidos de esta forma. No sentir los cuerpos estrechándose unos
a otros. Las puertas se abren y se cierran. Esto no es terrible, me digo. Esto
es el día a día. Esto no es el fin del mundo. La voz grabada de siempre da
informaciones, otra vez. Yo cierro los ojos. Podría haber una información para
los que cerramos los ojos. Algo así como recomendaciones metafísicas. Algunas
frases sacadas del Tractatus de Wittgenstein, por ejemplo. Vuelvo a regular mi
respiración. Justo entonces la mano de alguien comienza a hurgar en uno de mis
bolsillos. Primero suavemente y luego ya de forma totalmente descarada. Yo no
voy a abrir los ojos. Tampoco voy a protestar. Yo apagué al mundo. No vale la
pena encenderlo por lo que hay en ese bolsillo. Papeles sin valor. Un rectángulo
de plástico donde sale una imagen y un número que alguien me adjudicó. No
pueden llevarse nada mío, me digo. Eso que se llevan no soy yo. Además, si
viese ahora al mundo lloraría. A lo menos, lloraría. Por eso apago el mundo. Aquí,
me digo, no puede haber amor.
Ya sé que no me vas a contestar, pero tengo que preguntar de todas maneras ¿Entonces dónde?
ResponderEliminarSaludos...