Ella me dijo que creía en Dios gracias a una planta
que tenía en el balcón de su departamento. Entonces me llevó a ver la planta,
que a mí, por cierto, solo me pareció igual a otras diez mil plantas ya vistas. Una vez
allí, ella comenzó a hacerme preguntas sobre lo que veía. Cosas estúpidas,
claro… ¿de qué color la veo…? ¿si pienso o no que está viva…? Cuestiones de ese
estilo. Y claro, yo trataba de responder en serio, pero lo cierto es que no
veía nada de excepcional en lo que ella me mostraba. Por fin, tras unos minutos,
ella pareció alegrarse luego de una de mis respuestas. Y mi única respuesta, por cierto, fue que yo
veía verde a la planta. Muy verde, de hecho. Entonces, ella confesó aquello que
la hizo volver a creer en Dios. Y es que tenía la planta hace cuatro años,
según contaba. Y nunca, en esos cuatro años, había tenido necesidad de regarla
ni en lo más mínimo. Este es un milagro,
me decía ella. Así son las verdaderas intervenciones
divinas, continuaba. Como última
etapa de sus palabras, ahora que lo recuerdo, estaba aquella en que empezaba a
convencerte sobre la existencia de Dios, y te invitaba a creer en una serie de
cosas de las que daba fe la planta esa, toda verde, en el balcón de su
departamento. Por suerte, pienso ahora, yo no tenía ni planta ni departamento,
por lo que aquellos discursos no me distraían demasiado, en aquel entonces.
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