Ella me cuenta que de pequeña siempre quiso hacer
parar un taxi. Igual que en las películas. Ubicarse cerca de la calle, estirar
el brazo, indicar con el dedo… quizá hasta llamarlo un poquito, por cumplir. Detener un mundo, me dijo. Un mundo
negro y amarillo y en cuatro ruedas, se excusó después, algo avergonzada. Y
claro, yo le dije entonces que era un buen sueño. Uno de esos deseos que no
están tan lejos como para ser imposibles y que puedes disfrutar al alcanzarlos,
sin tanto sufrimiento. Supongo que dije lo correcto. Ella sonrió. Entonces fue
cuando contó que sí, que efectivamente fue un sueño alcanzado, pero que
inmediatamente alcanzado reveló sus falencias. Luego se explicó. Yo la oí.
Sonreímos. Ambos concordamos que era cierto. Que una cosa es parar un taxi y
otra muy distinta es saber exactamente el lugar al que queremos ir, o hasta la
ruta que queremos tomar, si se nos consulta. Yo no supe qué decir, dijo ella. No supe qué decir así que le explique que tenía dos mil pesos, que
quería andar dos mil pesos, simplemente. Así, según contó, el chofer le dio
un par de vueltas en unas calles, para finalmente dejarla donde mismo se había
subido. Fue como no parar un taxi, me dijo. Como subirme a esas maquinitas que le echas una moneda, te mueven un poco, pero que se
quedan en su sitio, finalmente. Yo asentí. Después hablamos el clima. Por último, nos despedimos.
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