Cada vez son menos, los golpes que escucho en mi puerta.
Tanto en cantidad, me refiero, como en intensidad.
De igual modo, confieso, ya ni siquiera estos golpes llaman mi atención.
Y aunque quieran cambiar ahora, advierto, mi atención ya está extraviada.
Y yo, por ende, permanezco casi siempre en calma.
Antes, es cierto, esas cosas me alteraban.
Esos golpes, quiero decir.
Y es que de alguna forma me obligaban a acercarme hasta la puerta, y a veces… a abrirla.
Una vez, mientras dudaba junto a ella, desde fuera dieron un fuerte golpe y la puerta se abrió.
Fue una patada, supongo, la que logró abrir la puerta y romper el cerrojo.
Recuerdo que la puerta se soltó de un costado y se me vino encima, de improviso.
De cualquier forma, tuve suerte, pues la puerta no me golpeó.
Y claro, yo esperé entonces a que apareciese aquél que había roto todo aquello, pero no apareció nadie.
Apenas se cruzó un tipo, rato después, cuando me vio reparando la puerta.
¿A usted también?, me preguntó, mientras me observaba.
Sí, le dije, a mí también.
Se quedó ahí, luego de esto, mientras yo seguía arreglando aquello, hasta que terminé.
El tipo entonces, luego de observar, hizo un gesto de fastidio y se retiró sin más.
Ni siquiera se despidió, recuerdo, cuando se fue.
Y yo, por supuesto, volví a cerrar la puerta.
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