J. me cuenta que se echó a perder el hervidor. O sea, no tanto, porque igual funciona y le permite hervir el agua, pero el problema es que ya no se detiene por sí solo y J. debe estar ahí, esperando a que hierva, y eso le complica. Me explica entonces que, si bien es poco rato el que debe esperar, se ha acostumbrado a no hacerlo, y estar así, frente al hervidor la pone tensa, de cierta forma, y hasta la angustia.
En principio, cuando me lo cuenta, pienso que bromea, pero luego me fijo en sus ojos llorosos y en el tono de su voz y me queda claro que el asunto del hervidor es, al menos para ella, algo serio y decido por lo mismo pensar en ello seriamente, para ver de qué forma puedo ayudarla, si es que puedo.
Que se eche a perder un hervidor es algo común, me digo. Sin embargo, lo que se le echó a perder a J., no es por supuesto, el hervidor. No se lo digo a ella ni lo escribo aquí, por cierto, pero esa es parte de la conclusión a la que llego.
-¿Quieres que encarguemos otro hervidor? -le digo entonces.
Ella me mira, en silencio, con una expresión que revela que es algo que a ella no se le había ocurrido.
-¿De verdad es tan simple? –me dice.
-De verdad –le digo.
Luego, ella seca sus lágrimas, se ríe un poco y comienza a buscar en el celular.
-Hay unos de vidrio, transparentes –me dice, mientras busca-. Pero esos no me gustan.
-Entonces busca otros –le digo-. Elige bien.
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