No crece en los ojos, el musgo.
Ni en los ojos ni en las cosas que se ven.
Así, de cierta forma, el ojo es un inhibidor del musgo.
Digo el ojo, pero por añadidura, digo también la mirada que proyecta.
Evita que crezca, me refiero, y no lo deja ser.
Y es que el musgo solo crece, reitero, cuando no lo ven.
No importa lo que diga la ciencia, sobre esto.
No importan sus estudios, sus definiciones y menos aún sus evidencias empíricas.
Después de todo, yo también he hecho experimentos y no les miento nunca.
Quien me conoce, sabe que eso es cierto.
O lo invito a creer, más bien, si todavía no lo sabe.
Una vez, por ejemplo, observé un buda de madera.
Uno muy antiguo, que estaba cerca de la cumbre de un cerro.
Y claro, descubrí que en él, y en el lugar que habitaba, había musgo.
Todo este, sin embargo, crecía en la parte posterior de la figura.
Además, el musgo del lugar, crecía también en las zonas que no alcanzaba su mirada.
Lo comenté esa vez, pero me dijeron que se trataba de la posición en que llegaba la luz del sol.
Para comprobar el error volteé la figura y la dejé mirando en otra dirección.
Años después, cuando volví a aquel lugar, comprobé mi teoría.
De hecho, en honor al musgo, decidí esa vez vendar al buda.
Y es que así, me dije, el musgo crecería a sus anchas.
No he vuelto al lugar desde entonces, ni tampoco pretendo hacerlo.
Lo que quería demostrar, además, ya había sido demostrado.
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