Comenzó a usar bastón antes de los cuarenta años. No
lo necesitaba, por supuesto. Decía que le otorgaba cierto estilo. Que le
confería autoridad. Una vez contó que lo intentaron asaltar y se había
defendido, gracias al bastón. Hizo huir a dos hombres, esa vez, tras lanzarles
unos golpes. Dos muchachos en realidad, según testigos. O incluso dos niños, según
otros, pero al menos era cierto que huyeron, gracias al bastón. El bastón, por
cierto, no era uno. Me refiero a que eran seis los bastones que tenía y los iba
cambiando casi a diario. Todos eran de madera, pero cambiaban en ellos el tipo
de madera, la terminación del puño y el color. Los hacía combinar con sus ropas
y en la elección influía también las acciones planificadas, para cada jornada. Una
vez que participó en torturas, se equivocó y llevó uno blanco, con detalles de
nácar. Debieron pulirlo esa vez y hasta le fue necesario mandarlo enchapar,
cambiando completamente su estilo. Tenía otro muy hermoso, de ébano, y dos que
tenían un mango similar, de marfil. Fue entrevistado en un par de ocasiones,
por revistas de la época, y en una de ellas fotografiaron todos los bastones.
El aparecía junto a ellos, orgulloso. Seis
bastones, seis hijos y una esposa, se titulaba esa entrevista. Y todavía no siento que estoy satisfecho,
decía el hombre luego de esa frase. Todavía
siento que me falta algo, continuaba.
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