Eliza se siente culpable porque les miente a todos.
Les dice que todo está bien, me explica, pero en realidad no es así. Lo que no
está bien, según Eliza, es que no logra dormir. No lo ha logrado nunca según
ella, pero finge hacerlo desde que tiene memoria. Cierra los ojos, adopta la
postura que observó cuando era pequeña y entonces finge. Trata incluso de
cambiar la respiración y entonces comienza el engaño. Durante el tiempo que
finge, Eliza dice que piensa en otras cosas. Historias, a veces, pero que no
controla bien. Como si no pudiese escoger muy bien aquello en que desea pensar,
mientras espera que sea la hora de levantarse, me explica. A veces incluso se
centra tanto en estas historias que no escucha muy bien cuando los otros
despiertan y entonces finge hasta un poco más tarde. Eso ayuda a que no la
descubran, comenta. Pero no siente que eso sea bueno. Es mentir, después de
todo, me dice. Y mentir cansa. Y además ella quiere ser sincera. Entonces es cuando ella pide mi opinión y en vez de
decirle que no finge y que dormir es justamente aquello que hace, prefiero
recomendarle que tenga cuidado con la necesidad de sincerarse. Y es que a veces,
le digo, cuando sentimos esa necesidad, es señal inequívoca de que nos estamos
viniendo abajo, generalmente por un problema totalmente lejano a aquello de lo
cual queremos sincerarnos. Ella escucha y asiente, como si hubiese comprendido
aquello que le dije. ¿Tú también les mientes a todos?, me pregunta entonces,
para terminar la conversación. Y claro, yo le digo que no, pero luego me siento
intranquilo con la respuesta, e intento responderle mejor, a través de una pequeña historia.
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