Para el desayuno picamos cebollines y los doramos
con mantequilla. Luego los mezclamos con huevos y un poco de pimienta. También
hicimos té con leche y nos fuimos hasta la parte alta de este lugar a desayunar
mientras lloviznaba un poco. Creo que después reposamos y leímos algo. Mientras
caminábamos por el lugar nos vino un poco de dolor de estómago. Para
evitar complicaciones y para aprovechar de conseguir un desinflamatorio (por una
torcedura de tobillo) fuimos hasta un pequeñísimo consultorio que hay aquí en la
isla. En él encontramos a una señora que nos explicó que el doctor venía desde
Chiloé solo una vez por semana, los viernes. Mi hijo entonces recuerda que hoy
es viernes y la señora nos dice que
entonces el doctor no vino. Por suerte la señora tenía unas hierbas para el dolor de estómago -que
ya casi había desaparecido-, y también nos dejó sacar de un botiquín una tira de
desinflamatorios. Junto al botiquín nos fijamos que había un frasco extraño, de
vidrio. El frasco tenía un corazón. De eso hablamos con mi hijo una vez salidos
del pequeño consultorio. Del frasco que tenía el corazón. Ambos lo habíamos mirado con
detención y concordamos en que se veía un poco falso, como de plástico. Tenía muchas fibras, comentó mi hijo. Es que un músculo, le dije yo. Afuera la llovizna se hizo un poco
más fuerte, pero igual trotamos durante la tarde, en una planicie. Descansamos bajo unos árboles para protegeros de la lluvia. Entonces se nos
ocurre la idea de robarnos ese corazón, aunque no sabemos bien para qué. Tal vez para enterrarlo, digo yo. Mi
hijo lo piensa, pero no contesta. Al final no volvemos a hablar del asunto
hasta que yo vuelvo a sacar el tema poco antes de cenar y le pregunto si vamos
a hacer o no el plan. Mi hijo entonces dice que mejor no, como si no valiese la
pena. Ese no era un corazón, me
explica. Yo le doy la razón.
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