Éramos nueve. Celebrábamos una especie de
graduación, todos vestidos de gala. Ya habíamos cenado, hablado y bebido lo
suficiente. Entonces nos acercamos a la piscina. Recuerdo que había un camino,
de luces, que llevaba hasta ella. Todo ocurrió como un pacto secreto, sin
necesidad de decirnos nada. Simplemente nos paramos cerca de los bordes, a una
distancia relativamente homogénea. Fue entonces que uno de nosotros miró a los
ojos del resto y comenzó a decir sus razones. Luego, sin más, se arrojó al
agua, como si se lanzase al vacío. Y es que todo, ciertamente, funcionaba como
un falso suicidio. Nombrábamos de alguna forma nuestro fracaso, nuestro dolor…
o simplemente aquello que nos había defraudado. Luego nos lanzábamos a la
piscina. Uno a uno hicimos lo mismo. No intentamos detenernos. No refutamos los
argumentos del otro. Respetamos la decisión, digamos. Honramos nuestra falsa muerte.
Nos hundimos en el agua. Ascendimos. Pesados por las ropas mojadas salíamos de
la piscina y quedábamos entonces de espaldas a ella. De espalda a lo que
habíamos sido y a lo que habíamos dado muerte. Tranquilos. Si alguno lloró no
lo supe. Al menos yo no lo hice. Habíamos sido amigos por varios años.
Confiábamos los unos en los otros. Luego de salir del agua cada uno siguió su
camino. No volvimos a hablarnos. En el agua, tal vez, se hundieron nueve corazones.
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